Por India Alejandra González Molina
No hay mayor gracia que la de dar vida, velar por ella y en el proceso entender la verdadera dimensión de la palabra amor, porque son esos seres pequeños e indefensos la forma perfecta de la naturaleza para enseñar ternura.
Madre es la que nos trajo al mundo, la que dio parte de sí para que la existencia fuera posible, pero en el camino se encuentran otras a quienes damos diferentes nombres: abuela, tía, hermana, maestra, mientras llevamos esa pañoleta colgando del cuello y luego, profesora cuando son otros los desafíos y la edad.
Sin embargo, todas puedan estar en una o ver el reflejo de una en todas, si tienes suerte, aprendes que esas denominaciones pueden ser también diferentes dimensiones de un mismo afecto.
Porque el calor del primer abrazo es un recuerdo que guarda nuestro cuerpo, la calma de las caricias es memoria física y por eso sé que no importa ni siquiera la conciencia, el cuerpo reconoce esas manos, clama por ellas y en ellas encuentra remedio.
No importa ni siquiera la edad, la necesidad de gritar mamá cuando se pide auxilio o se tiene la sensación de que solo su abrazo puede sostener tu mundo, no se va; cuando una palabra puede ordenar el día o en un lugar rodeado de gente es su mirada la única certeza de que todo está bien, lo lograste.
Por eso no basta ni siquiera esta lengua romance, la cuarta más hablada en el mundo, en la que cantores y poetas han expresado lo que sienten para en un solo vocablo recoger tanta maravilla, llegue a todas por igual a las que lo son de vientre, de crianza o de corazón las más sinceras felicitaciones en otro año que demuestra como en la distancia igual se puede querer.