Por M.Sc. Luis Pérez González, Profesor Consultante y Miembro de la UNEAC
Hablar sobre el IDIOMA es, de hecho, hablar sobre la PALABRA, porque esta última lo concreta de tal manera que se vuelve eterno confidente de nosotros los seres humanos, pues se desdobla en varias dimensiones que nos acompañan en la vida cotidiana y que devienen atributos inherentes a nuestra naturaleza, tales como la lectura, la oralidad, la escritura.
Parecen meras perogrulladas, pero nunca será ocioso detenerse para “repensarlas” y aquilatar lo que ellas significan para nuestro desempeño en los más variados ámbitos, desde los más teóricos hasta los más prácticos.
Y no se trata de disquisiciones intelectuales estériles: se trata de irrebatibles realidades que a fuerza de su omnipresencia pueden confundirse con peligrosas obviedades. El tema se recontextualiza incesantemente, por eso no dejo escapar ningún 23 de Abril y lo empleo como pretexto que pueda justificar cada año la reiteración de reflexiones que por mi condición de filólogo se convierten siempre en deudas.
La guerra que se nos hace también utiliza a la lengua como herramienta dúctil para sus más inescrupulosos manejos, por tal razón, no exagero si afirmo con total responsabilidad profesional que ella es también una problemática que roza con algo tan serio como nuestra seguridad nacional.
Entonces, el antídoto está en apreciarla, valorarla y cuidarla como el tesoro patrimonial que es. Esta vez prefiero que se levante la enérgica voz de quien fuera una de mis eminentes profesoras universitarias y una reconocidísima autoridad en este asunto. Me refiero a la talentosa y carismática Beatriz Maggie, a quien cito a continuación:
“¿Habrá sonado, pues, la hora de la muerte de la lectura? Afirmamos que no. Mas todo en la vida muestra su verdadero valor a la hora de su riesgo mortal. No se trata de menospreciar los méritos de la imagen visual, ni siquiera de no reconocer sus abundantes usos y la utilidad de la televisión. Pero la palabra sobrevivirá, por derecho propio, si sabe rebasar el peligro, y soportar enhiesta su agónico combate con ese temible contrincante que es la imagen visual. La palabra lo logrará, creo, si tiene la audacia de apoyarse en su virtud intrínseca, esto es: deberá sobrepujarse a sí misma, evitar la trampa, no autocompadecerse, no congraciarse con la imagen, ni hacer una pobre transacción con ella: SER MÁS QUE NUNCA ELLA MISMA.
El problema no reside ni en la palabra ni en la imagen. Nuestro siglo disfruta de la instantaneidad y ello, aparentemente, hace a la imagen dueña del momento. Entonces la palabra debe ganar tiempo y aprovechar su dosis de fermento al proyectar el sable de las ideas que le dan luz para también suscitar imágenes mentales tan corpóreas y materiales como la imagen misma.
El progreso técnico y la eclosión artística del cine acrecientan el número de los que contemplan la imagen a expensas del goce de la lectura. Se privan así de esa aventura insuperable que es en sí la lectura como compañía fiel, como ese “legado de alas” que nos permite viajar a mundos múltiples e inimaginables. La lectura seguirá siendo uno de los empeños más enriquecedores del espíritu humano, porque el lector entra en contacto –diríamos carnal- con la materia viva que deberá aprender a gobernar, es decir, la lengua.”
La lectura emancipa y redime de pequeñeces y miserias. Los libros lo saben todo; en ellos se funde el arte a la vida. No piensan por nosotros, sino nos enseñan a pensar. Allí está la palabra esperándonos como un misterio, como una incógnita a descifrar. Y nosotros con gusto aceptamos su apetecible invitación, o mejor, incitación.
Honremos, pues, a este imprescindible mediador: el IDIOMA, así con mayúsculas.