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Entrevista

Maricela González Pérez: La profesora que enseñó la ciudad más allá del río

Maricela González Pérez, doctora en Ciencias Económicas, profesora titular de la Universidad de Pinar del Río «Hermanos Saíz Montes de Oca» y Miembro de Mérito de la Academia de Ciencias de Cuba, recibió, en el marco de las celebraciones por el 172 aniversario de la ciudad, el Escudo Pinareño, máxima distinción que concede el Gobierno Provincial de Vueltabajo.

Por: Elizabeth Colombé Frías

Cae el sol monótono sobre los techos coloniales y despierta el flujo de siluetas que guardan memorias de la ciudad. Raso, en la epidermis de la tierra herida por las calles, la gente conforma un ronroneo gigantesco, una voz coagulada, casi monocorde y cansada, que recorre la vía principal que comienza o desemboca, según de dónde vengas, en el río.

El Guamá es un hilo turbio, esforzado, una línea divergente que, con la voluntad de quien allí manda, fundó la urbe, ahora recogida entre paredes calurosas y que naufraga entre orillas y árboles de pino, con el apelativo de Pinar del Río.

Cerca de donde inicia o declina la ciudad —salvo que todo sea ilusión y quimera— descienden el caudal con incurable fragilidad, y la virtud de la curiosidad aparece en los rostros aniñados de los transeúntes. La Universidad «Hermanos Saíz Montes de Oca» irrumpe.

Los edificios del campus bordean el eco de las aguas. El paso límbico se desvanece en las superficies blancas de las aulas, y el murmullo de miles de estudiantes inquisitivos e incesantes reverbera en los pasillos. Sus voces peregrinas inundan el aire, o tal vez las de quienes llegaron antes que ellos, cuando se enfrentan a la rareza insomne de lo desconocido.

Allí, con una obstinación natural, Maricela González Pérez permanece, entre paredes desgastadas por el sonido expedito del conocimiento dictando clases sobre pisos y cuerpos que dobla en edad.

En cualquier momento, cumplirá sesenta y tantos años. Mantiene un aire digno, con la frente despejada, los ojos grises y el pelo cano que también se resiste a abandonar su lugar, ajeno a las convenciones estéticas de moda.

Su trayectoria manchada de tiza comenzó en las aulas de la Universidad de La Habana, donde se tituló en Planificación de la Economía en 1983, y se extendió hasta los rincones más profundos de su tierra natal. Mucho antes, ya era miembro de la Federación Estudiantil de la Enseñanza Media, dirigente estudiantil, delegada a congresos juveniles, vanguardia escolar y escaladora del Pico Turquino.

Como quien se acostumbra a su cuerpo, tras graduarse, llegó al Departamento de Economía Global en la Universidad de Pinar del Río y se sumergió en investigaciones que exploraban las cicatrices invisibles que mueven a las empresas: la planeación, la dirección, la estrategia como un mapa antiguo que hay que descifrar. “Me recibieron con cariño”, dice, “pero también con responsabilidades”. No hubo tiempo para dudas. “Tuve que madurar rápido”, confiesa. Bajo la guia de colegas experimentados, aprendió no solo a enseñar, sino a vivir la docencia y la investigación con ética y pasión.

Ella, la muchacha del caserío junto a otros ríos, a cuarenta kilómetros de las calles asfaltadas, hija de campesinos; había regresado a la provincia, de pronto, se encontró en el íntimo centro de la ciudad y, quién sabe, de su mundo. “Fueron años intensos”, recuerda, “pero que me marcaron para siempre”.

Tal vez por las condiciones que el azar requería, el desarrollo local se coló en su agenda. Eran los 90 en Cuba, el inicio de una etapa que hasta ahora comenzó a ser «especial»: “El país cambiaba, y nosotros teníamos que cambiar con él. Fue inevitable”, confiesa. Así, entre talleres, conferencias y asesorías, se convirtió en una voz imprescindible para quienes buscaban entender cómo construir un futuro mejor desde lo local. “La gestión empresarial y el desarrollo local no son solo temas de estudio”, sentencia, “constituyen formas de entender el mundo”.

Los años desvanecen la memoria, pero no transforman la esencia, si es que alguna tenemos, permanecen en una larga contemplación de paisajes impresos en la retina de Maricela que durante más de cuatro décadas de magisterio, continuó su cauce: se doctoró en Ciencias Económicas en 1996, fue vicerrectora de Investigaciones y Posgrados, jefa de carrera, metodóloga, coordinadora del Polo Científico provincial… recibió las medallas José Tey, Carlos J. Finlay, por la Educación Cubana, y el título de Miembro de Mérito de la Academia de Ciencias de Cuba.

Sin embargo, aunque algo de lo que entrevemos perdura, ella prefiere hablar de lo que no aparece en los currículos: “Los cargos son pasajeros”, reflexiona, “pero la docencia es para siempre”. Aunque reconoce que este camino le costó horas con su hija, su esposo y sus padres, también sabe que cada sacrificio valió la pena. “No lo habría logrado sin ellos”.

Para Maricela, la Universidad, como el río, no se detiene; remueve la quietud con los colores de la labor académica en una tríada nítida e inseparable: enseñar, investigar y extender el conocimiento hacia la sociedad. “Cada día hay algo nuevo que aprender”, aclara, refiriéndose a la evolución constante de las metodologías de investigación y las herramientas tecnológicas. Pero su mayor satisfacción está en convertir proyectos en realidades tangibles. “Eso es lo que nos mueve: ver que nuestro esfuerzo transforma vidas”.

Cuando le preguntan por el Escudo Pinareño —máxima distinción que otorga el Gobierno Provincial de Pinar del Río a personalidades que se destacan por su aporte al desarrollo económico y social del territorio—, Maricela González Pérez hace una pausa, como si buscara huellas inalteradas en un pasado, aunque irrevocable, esquivo a la contemplación del umbral de la memoria. “Fue inesperado”, dice finalmente. “Pero también fue un recordatorio de todo lo que Pinar del Río significa para mí: la tierra, los valores, el amor por esta provincia, la Revolución que me formó y ofreció oportunidades que por mi orígen campesino hubiesen sido muy difíciles en otros tiempos… Aquí es donde elegí vivir”.

Y uno le cree. Porque parece sumergirse, una y otra vez, en la forma y los movimientos de la ciudad que habita. Y lo murmura el río, como un clamor de vaivenes en el tiempo.

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