Por: India Alejandra González Molina
Hace 171 años, en una hora no definida, Leonor Pérez sostenía en sus brazos a un bebé recién nacido que llamaría: José Julián Martí Pérez, único varón de las siete vidas que cargaría en su vientre, resultado del matrimonio con el también español, Mariano Martí.
Probablemente estos recién estrenados padres no imaginaron que el destino de su primogénito estaría por siempre ligado a la historia de la Patria que le dieron por hogar.
Y es que la vida de Martí fue un constante hacer, estudiar, transformar, con la dualidad perfecta de pensamiento-acción, su vida se convirtió en una fuente de aprendizaje inagotable que no se limita a la imagen intemporal que lo muestra en las escuelas de este, que también fue su país.
Hay tantas versiones del Apóstol como personas quieran entenderlo, resulta injusto a un hombre en cuyo apodo está el término universal, reducirlo a las categorías de: pensador, escritor, político y periodista.
Él fue mucho más, en cada faceta suya están las historias de la calle Paula que lo vio crecer, el ímpetu infantil que lo llevó a ser el estudiante excepcional, la fuerza de carácter que le hizo pasar un presidio político.
El caballero que enamoró a la niña de Guatemala, se encantó con la bailarina española, mientras entendía lo de yugo y espada, jurando al pie del muerto, lavar con su vida el crimen, consciente de que no existen las razas, porque dígase hombre y ya se dicen todos los derechos.
Aprendió de amor con su Ismaelillo y nos legó una obra que desborda en cada letra esos sentimientos que por sublimes no se encierran en un solo término, como la sabiduría que es casi tangible en el epistolario con María Mantilla.
Predicó la unión y desde su verbo logró las alianzas que supo necesarias para tener la libertad soñada. Sin detenerse, vivió el monstruo, conoció sus entrañas y alertó con claridad lo que un futuro que no vivió, terminó por confirmar.
La presencia de un ser así no es capaz de encerrarse entre libros, artículos, museos o investigaciones.
Él está en cada cubano que lo nombra para honrarlo, en cada obra de infinito amor, en la sonrisa de los niños que depositan la flor ante el busto que lo representa, en la alegría de un pueblo que cada 28 de enero lo recuerda, lo celebra.
Leonor y Mariano murieron sin saberlo, pero crearon un cubano excepcional, un ser exquisito que a más de cien años de su nacimiento es referente, querido y venerado por los que no lo conocieron en vida y, sin embargo, aprendieron a amarlo en su poesía, su obra, su ejemplo sincero, en la luz de los que, por buenos, mueren de cara al sol.