Por MSc. Luis Pérez González, miembro de la UNEAC
Diversos han sido los criterios sobre las funciones del lenguaje a través de la historia: cada autor fija su mirada en objetivos específicos y en dependencia de ello ponderará una cuestión u otra. Por ejemplo, según Pitágoras, se advierten cuatro funciones: exhortativa, aseverativa, interrogativa y exclamativa; para Karl Buhler, se reconocen la apelación, representación y síntoma o expresión.
Vigotsky señaló dos: social e intelectual; y otros lingüistas prefieren hablar de funciones semiótica y noética.
El enfoque de quien suscribe estas líneas es el que defiende Roman Jakobson al definir seis funciones: referencial, emotiva, conativa, fática, metalingüística y poética, por considerarlo muy apropiado para la internalización de lo que cada una de ellas representa e implica, incluso para explicarlas en el ámbito escolar.
Debemos partir de la función referencial porque es la que tiene que ver con el aspecto de la realidad extralingüística (objetiva o subjetiva) que le sirve de base. Si lo decimos más claramente: es ese pedazo de realidad en torno al cual gira un acto comunicativo determinado (referente). Sin esta función no se concibe en sí la comunicación, ya que esta siempre tiene un “qué”, o lo que es igual, un contenido.
La función emotiva, también denominada expresiva, es aquella orientada hacia el emisor. Lógico es pensar que, a más emotividad o expresividad, más competencia y más éxito posible a la hora de comunicar. No hay fatalidad más grande en este tema que enfrentarnos a un emisor incoloro, monótono, que todo lo dice con similar énfasis.
Por el contrario, la función conativa o apelativa se orienta hacia el receptor, quien descifra, comprende el mensaje, porque en todo momento deberá ser él quien realice o cumpla lo que se solicita, al menos su atención.
La función fática, orientada al canal o contacto, apunta a todas las estrategias que podemos usar para atraer a nuestro interlocutor; se trata de saber “enganchar” al que nos escucha para que responda a nuestras expectativas.
La metalingüística se orienta hacia el propio lenguaje. Indudablemente que el margen de situaciones en que se manifiesta es más reducido: pensemos en la finalidad de los diccionarios o en el ejercicio profesional de un médico cuando redacta un método para un tratamiento de alguna enfermedad, o en el glosario de un artículo científico. Emplea mucho lo que llamamos metalenguaje o una terminología muy específica.
La sexta función, llamada poética o estética, se orienta hacia el mensaje mismo. Se embellece y engalana el lenguaje de manera muy particular. Generalmente se vincula mucho con el arte, en cualquiera de sus manifestaciones.
Vale la pena aclarar que simultáneamente pueden coexistir varias funciones, aunque habrá una que predomine en esa circunstancia.
Paralelamente a estas se marcan tres macrofunciones de la comunicación en sí misma: la informativa, la regulativa y la afectiva, con sus conceptos centrales respectivos (el intercambio de mensajes, la interacción y la comprensión mutua).
Cada una nos abre un panorama repleto de fenómenos interesantes, que lamentablemente no podemos abordar en esta ocasión.
Tanto en la oralidad como en la escritura se nos presentan varios métodos de desarrollo de las ideas que les dan cuerpo a unas y otras funciones. Podemos mencionar la definición, como la determinación lógica con que se registran los caracteres esenciales y diferenciales de un objeto. No se refiere a lo singular sino a lo genérico.
La ejemplificación, que ilustra y completa; la comparación, que establece analogías y contrastes; la pormenorización, que abunda en detalles para lograr un propósito; la reiteración, que repite intencionalmente; y la argumentación, que busca dar razones y su característica principal es la veracidad de los juicios.
Son funciones y métodos que se colocan al servicio de la comunicación: evidencias que resultan innegables.
