Por:Yunier Javier Sifonte Díaz (de Cubadebate)
Luego de casi una década en guerra, Máximo Gómez recibió el primer día de 1878 lleno de incertidumbres. En los campos de Cuba la desunión entre los mambises hace crecer la fuerza del ejército español, mientras en la emigración apenas se habla de independencia. Incluso en lo interior de su alma, menos de 24 horas antes él mismo se ha cuestionado si no es ya la hora de envainar el machete. Tiene entonces 41 años.
Como tantos otros mambises, luego del fin de la Guerra Grande el General Gómez salió de Cuba y emprendió el rumbo por distintos países de Centroamérica y El Caribe. Aun con la pasión por la libertad a flor de piel, ¿qué ocurrió con él en esas casi dos décadas? ¿Cuáles claves deja la vida de un hombre que es ejemplo de consagración y humildad? ¿Cómo vivió la Tregua Fecunda uno de los generales mambises más grandes de la historia de América?
“Jamás viviré bajo el dominio de España”
A la izquierda, Máximo Gómez en 1868. A la derecha, sentado al centro, en 1878. Fotos: Archivo.
Extranjero en una tierra que siente suya, Gómez ve los acontecimientos de inicios de 1878 con asombro. El 8 de enero comprueba cómo un grupo de patriotas del Camagüey desea la paz. Tres días después se espanta ante la Cámara de Representantes y su petición al enemigo de extender la tregua.
Aunque no los aprueba, frente a cada hecho sostiene un dogma que lo acompañará siempre: no se inmiscuirá en los asuntos de Cuba. Es un soldado que brinda servicios a la libertad, no un político para negociarla.
Así, en febrero conoce sobre la disolución de la Cámara y el nombramiento de un Comité para pactar el fin de las hostilidades. Minutos antes, el Presidente de la República en Armas, Vicente García, se ha reunido con el General español Arsenio Martínez Campos y ambos liman las últimas asperezas. Pasan 72 horas y ya está firmado el Pacto del Zanjón. Tras diez años de duro batallar, Cuba ni es libre ni celebra el fin de la esclavitud.
Máximo no quiere salir del país sin antes ver a sus compañeros de la región oriental y explicarles personalmente su situación. Parte por mar desde Santa Cruz del Sur y tras una breve pausa en Manzanillo atraca en Santiago de Cuba. La multitud se agolpa para conocer al General invicto, pero él prefiere la quietud de la nave. “Estoy contemplando con profundo pesar —escribe en su diario— una masa de ocho mil jóvenes cubanos que no se han atrevido a empuñar las armas para libertar su país”.
Cuatro días más tarde tiene ante sí al General Antonio Maceo, su más aventajado alumno. Con 32 años y un prestigio ganado a golpe de fuerza y virtud, el Titán de Bronce no está de acuerdo con lo pactado y quiere un encuentro con Martínez Campos. Durante la conversación Gómez valora como perdida la Revolución desde Las Tunas hasta Las Villas, pero aun le deja un último consejo: “con tiempo y lugar, cuántas cosas se pueden hacer”.
El 20 de febrero nuevamente abraza a Maceo, le dice adiós a María Cabrales y besa la mano heroica de doña Mariana. Desde hacía semanas el propio General español quiere reunirse con él y ahora aceptará el encuentro. Martínez Campos le propone no abandonar la Isla, mientras le ofrece dinero y puestos de importancia, pero Gómez lo rechaza todo y exige un vapor que lo lleve a Jamaica. Hace menos de un mes ha dicho que jamás viviría bajo el dominio de España. El 6 de marzo de 1878 se despide de la Isla.
“Son las 6 de la tarde —anota— y vamos a perder a Cuba de vista, quizás para siempre. ¿Cuál será mi destino después, que he sufrido tanto y tanto en esa tierra en pos de la realización de un ideal que ha costado tanta sangre y tantas lágrimas? ¡Adiós Cuba, cuenta siempre conmigo mientras respire. Tú guardas las cenizas de mi Madre y de mis hijos y siempre te amaré y te serviré!”
Desde enero de ese año, Bernarda del Toro y tres de sus hijos lo esperan en Jamaica. Allí el Cónsul español les ha propuesto 24 onzas de oro, pero la esposa las rechaza con dignidad. El 11 de marzo por fin se reencuentra toda la familia, aunque buena parte de la emigración señala a Gómez como uno de los artífices del fin de la guerra y pocos le tienden la mano.
A mediados de marzo arrienda “un pedazo de monte” y allí levanta su rancho. La situación económica no les favorece y el 15 de abril escribe en su diario una frase impactante: “nos estamos manteniendo casi con mangos”. Mientras trabaja de día, en las noches intenta escribir un folleto para ganar algún dinero, pero apenas puede comprar papel. Aun así, tiene la conciencia tranquila por no depender del oro español.
Máximo Gómez con 45 años. Foto: Archivo.
En Jamaica el tiempo parece no avanzar para quien estuvo diez años de un lado a otro en la mitad oriental de Cuba. Es una quietud que a Gómez se le incrementa con la ausencia de trabajo y medios para subsistir. Inmerso en unas plantaciones de tabaco lo encuentra el poeta José Joaquín Palma, un antiguo amigo que lo visita con una noticia salvadora.
El Presidente de Honduras quiere amparar a miembros del Ejército Libertador. Entonces le propone participar en la reorganización de las tropas de aquel país. Máximo lo piensa un momento, acepta, y el 22 de enero de 1879 pisa por primera vez la América continental. A los pocos días recibe el grado de General de División y un salario de 60 libras mensuales.
Los próximos meses dejan una cierta calma en la vida del mambí, aunque todavía debe traer desde Kingston a Manana y a los hijos. Comparte sus días entre los trabajos militares y los intentos por emprender algún negocio, pero el éxito sigue sin favorecerlo. Viaja a Jamaica y a inicios de 1881 por fin está de regreso en Honduras con toda la familia. A mediados de ese año recibe otra alegría: ha convencido al General Maceo para que también se radique en Honduras.
Discípulo y maestro comparten los días de la emigración y hablan una y otra vez de Cuba, pero ambos saben cuántas voluntades faltan todavía por aunar para no repetir los errores del pasado En medio de esos avatares, de la muerte de uno de sus hijos y de la enfermedad de la esposa, en 1882 Gómez recibe una carta que lo llena de luz. Tiene ante sí un papel firmado por un José Martí de 29 años.
“El aborrecimiento en que tengo las palabras que no van acompañadas de actos —comienza la misiva—, y el miedo de parecer un agitador vulgar, habrán hecho, sin duda, que Ud. ignore el nombre de quien con placer y afecto le escribe esta carta”. Las palabras parecen pulsaciones sobre el papel. Es una caligrafía ágil, como de quien nunca se está quieto. Gómez afina la mirada: “La honradez de Ud., General, me parece igual a su discreción y a su bravura. Esto explica esta carta”.
El texto lo conmina y lo elogia: “Porque Ud. sabe, General, que mover un país, por pequeño que sea, es obra de gigantes. Y quien no se sienta gigante de amor, o de valor, o de pensamiento, o de paciencia, no debe emprenderla”. Martí le cuenta de proyectos y temores, como los de la desunión o el anexionismo, pero a la vez le habla sobre un pueblo que “vuelve los ojos confiados a aquel grupo escaso de hombres que ha merecido su respeto y asombro por su lealtad y valor”. Quiere su consejo y a la vez su apoyo.
Antes de terminar, una última pregunta: “¿Cómo puede ser que Ud., que está hecho a hacerlo, no venga con toda su valía a esta nueva obra?” Gómez leyó aquellos pliegos con atención y los guardó con cuidado. A algunos kilómetros de allí, Maceo también recibió una carta similar. La respuesta del héroe de Baraguá vale para ambos: “Mi espada y mi aliento —le dice a Martí— están al servicio de Cuba”. Poco a poco vuelven a prender las chispas de la libertad.
Las chispas de la libertad
Máximo Gómez durante su estancia en Honduras. Foto: Archivo.
En medio de tantos desafíos, el primero para Gómez es el de sobrevivir. Durante todos los años en la emigración apenas puede sostener a los suyos, a pesar de los intentos para emprender negocios en añil, cultivos agrícolas y cal. Ante la situación decide salir de Honduras.
En un gesto más diplomático que cordial, el Presidente del país le ofrece un salario de 125 pesos, pero él prefiere resignarse a su suerte antes que “cometer ninguna acción que no me parezca bastante digna de mi honrada miseria”.
De pronto los vientos giran a su favor y a los pocos meses le aprueban concesiones para fomentar junto a Maceo y otros patriotas una colonia dedicada a la producción de leche. El proyecto avanza con lentitud cuando en enero de 1884 recibe la invitación para sumarse a nuevos planes en pos de reiniciar la guerra en Cuba. Su contestación llega al instante: “dispuesto siempre a cumplir mi palabra empeñada, cuenten conmigo cuando sea llegada la hora”.
Casi enseguida contacta a Maceo y le habla sobre la necesidad de complementarse “como buenos compañeros”, porque “los asuntos de Cuba son el ideal más acariciado de mi alma”. Conocedor de la estrategia y los rejuegos, sabe muy bien que un paso en falso puede destruirlo todo. «La Revolución no es un cadáver que se trata de volver a la vida —le escribe a Antonio—, es más bien un tremendo gigante que yace aletargado, pero es preciso saberlo despertar preparándole bien, y muy bien, el terreno donde deba moverse”.
Para ello, el 30 de marzo elabora en San Pedro Sula un plan que enviará a Nueva York con el objetivo de conocer si lo aprueban quienes desde allá alientan la insurrección. El documento propone una dirección centralizada, la creación de un fondo para las colectas, la suspensión de todas las leyes de la antigua República en Armas, así como un nombramiento democrático del General en Jefe y el otorgamiento de amplísimas facultades quien resulte electo.
Aun convaleciente de una grave pulmonía que casi le cuesta la vida y le arrebató la su hija Margarita, decide trasladarse a Estados Unidos para continuar desde allí los trabajos encaminados a organizar la Revolución. Sin embargo, apesar de los apoyos que le aseguran, no encuentra el panorama esperado y solo los trabajadores más humildes ofrecen recursos.
“Ni un hombre de los cubanos pudientes que residen aquí se ha acercado a mí”, escribe un día en su diario. Unas semanas después cuenta cómo a los más acomodados les ha pasado notas secretas para que aporten recursos, pero “de más de 20 a quienes he interrogado, uno solo contestó con 50 pesos, y dos, que no podían dar nada. El resto ha guardado silencio”. Pero Gómez es temple y honor.
El 2 de octubre de 1884 por primera vez logra reunirse con Maceo y Martí. El veterano General tiene 47 años y habla con vigor sobre sus planes para Cuba; Maceo, de 38, lo escucha con atención y agrega ideas basadas en su experiencia en la Guerra Grande. Martí, por su parte, siente ante sí el reto de concretar la unidad. Tiene 31 años y por fin ve más cerca el reinicio, pero tras varios días de conversaciones ocurre una fricción que lo cambia todo. El patriota Eusebio Hernández recuerda ese momento.
“Tuvimos que enviar varias comisiones a México; quiso el General Gómez que fuera Martí, y este mostró placer en que se le designara, y comenzó a decirle a Gómez lo que haría inmediatamente después de su llegada, y Gómez, que tenía en la mano una toalla para ir al baño, le interrumpió diciéndole: lo que usted haya de hacer allá lo acordaremos con calma, ahora prepárese para salir lo más pronto posible, y se retiró al baño”.
Martí se despidió contrariado. ¿Será posible que la guerra de tantos hombres se convierta en un acto de voluntad personal? Dejó pasar dos días para meditar y el 20 de octubre le envió otra carta a Máximo, quizás la más difícil entre las escritas por él hasta ese instante. “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento” —y con solo esa frase resume todos los temores—.
Su mensaje es firme, pero a la vez calmado: “Ya lo veo a Ud. afligido, porque entiendo que Ud. procede de buena fe en todo lo que emprende, —reconoce— y cree de veras, que lo que hace, como que se siente inspirado de un motivo puro, es el único modo bueno de hacer que hay en sus empresas”. Luego vuelve sobre una idea que flota sobre cada letra: “con la mayor sinceridad se pueden cometer los más grandes errores”.
El texto tiene ocho largos párrafos que explican por qué decide apartarse del proyecto y detener los trabajos ya adelantados. Martí sabe que tiene delante una personalidad y un espíritu de incuestionable valor, pero Cuba va primero: “A Ud., lleno de méritos, —le dice antes de la despedida—, creo que lo quiero: a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma acaso, está Ud. representando, no”.
Gómez no contestó la carta y el incidente quedó allí. Aun así los planes continúan y Antonio partió para México, mientras él permaneció en Estados Unidos inmerso en una intensa actividad conspirativa. No tiene grandes resultados y prácticamente no logra recaudar fondos, pero no quiere abandonar la idea sin agotar todos los recursos. “Yo he llorado mucho —escribe en sus apuntes—, ¿por qué he de perder la esperanza de reír algún día?”
En abril de 1885 sale para Jamaica con el propósito de movilizar a los patriotas y buscar nuevos fondos. Desde el barco que transporta ve la silueta de las Antillas mayores y se sobrecoge. Respecto a Cuba, reafirma que su destino se encuentra ligado a ella “por un lazo de honor y de amor». Mientras tanto, asegura no volver a su Patria natal hasta tanto no tenga un nombre con qué honrarla.
Durante varios meses Máximo y Antonio intentan sumar recursos para la guerra en Cuba, pero poco consiguen entre la emigración. Al interior del país la situación tampoco les favorece y en 1886 casi todos coinciden en la necesidad de postergar el alzamiento. A pesar del fracaso, algo sí queda claro: el General Gómez es la figura llamada a dirigir a los insurrectos cubanos en el campo de batalla.
Salto, dicha grande
El desembarco por Playitas de Cajobabo fue un suceso casi heroico. Foto: Archivo.
Aun no se han apagado las llamas de los proyectos de guerra y en 1887 aparece otra vez con fuerza la voz de José Martí. Su nombre encabeza una circular firmada a finales de ese año en Nueva York con el propósito de sentar las bases sobre las cuales articular la contienda por la libertad de Cuba. Nuevamente la unidad, la organización y el rechazo al caudillismo y al anexionismo confluyen en el proyecto.
Desde Kingston, Gómez lee el documento y al instante envía su respuesta. “Siempre estaré pronto a ocupar mi puesto de combate por la independencia de Cuba —escribe—, sin otra ambición que obligar a los cubanos a que amen a los míos, y que me recuerden mañana con cariño”. A los pocos días recibe una carta de Martí. Han pasado casi cuatro años desde la ruptura entre ambos en Estados Unidos.
“La Revolución surge —le dice—, y nosotros podemos organizarla con nuestra honradez y prudencia, o ahogarla en sangre inútil con nuestra torpeza y ambiciones”. Martí sabe que Gómez no olvida el altercado de 1884 y trata de evitar cualquier temor en el viejo estratega.
“Los hombres pueden errar —reconoce—, y los patriotas de buena fe pensar de distinto modo sobre los modos de preparar y conducir la guerra; pero cuando se trata como hoy de impedir con una campaña grandiosa y oportuna que se malogre el último esfuerzo que aparece capaz de hacer la patria, dudar de la actitud de Ud. no sería cumplir un encargo sino ofenderle: lo que no harán ciertamente los que tienen fe en su sensatez y en su patriotismo”. Luego concluye casi con una arenga: “Séanos dado —ahora que podemos fundar o destruir— fundar”.
Cuánto de grandeza hay en estos hombres. Apenas tienen medios para subsistir y mantener a los suyos, pero cada sacrificio lo entregan a la Revolución. Hace dos años Gómez ha empeñado incluso sus principales prendas de campaña: el revólver, los lentes y el reloj. En su diario escribe una frase que resume su vida pasada y futura: “yo humilde seré feliz”.
Martí, por su parte, apenas come y duerme menos. Y ahí están, más allá de malentendidos naturales entre quienes llevan fuego en las venas, dispuestos en conjunto para darle forma al país. Algo similar ha ocurrido entre Gómez y Maceo en 1886, pero el héroe de Baraguá enseguida se encarga de aclarar las cosas.
“Suplícole no confunda la causa con nuestras personalidades”, le dice Antonio en medio de la polémica. Aun dolido por el altercado Máximo le recuerda que “solo queda una cosa común entre los dos, sagrado por cierto, y que la he hecho mía, la causa de su Patria”. Es apenas una tormenta en la vida de seres extraordinarios. Más tarde el tiempo se encargará de unirlos nuevamente.
Gómez y Martí entablaron una sólida amistad. Foto: Archivo.
Muy pronto Gómez va a vivir a República Dominicana, pero por dentro todo es ebullición. En Estados Unidos, el Apóstol salta de ciudad de ciudad, da discursos, recauda dinero, organiza y une. La intensidad de los trabajos garantiza el nacimiento del Partido Revolucionario Cubano en abril de 1892. Enseguida se impone visitar al General y en septiembre de ese año se abrazan otra vez.
No es un encuentro de cortesía. El Delegado le informa sobre el trabajo del partido y el deseo de nombrarlo General en Jefe del Ejército Libertador. “Yo ofrezco a Ud. —le dice en una carta—, sin temor de negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombre”.
Máximo nuevamente abraza la idea de la libertad. “¿Por qué dudar de la honradez política de Martí? —reflexiona en su diario— Yo, sin tener que hacer el menor esfuerzo, sin tener que ahogar en mi corazón el menor sentimiento de queja contra Martí, me he sentido decididamente inclinado a ponerme a su lado y acompañarlo en la empresa que acomete. Así pues, Martí ha encontrado mis brazos abiertos para él, y mi corazón, como siempre, dispuesto para Cuba”.
Otras visitas le hará el Apóstol en República Dominicana. En junio de 1893 regresa nuevamente: “Se abrieron a la vez la puerta y los brazos del viejo General: en el alma sentía sus ojos, escudriñadores y tiernos, de recién llegado; y de viejo volvió a abrazar en largo silencio al caminante, que iba a verlo desde muy lejos, y a decirle la demanda y cariño de su pueblo infeliz, y a mostrar a la gente canija cómo era imposible que hubiese fatal pelea entre el heroísmo y la libertad”.
Durante ese encuentro el Delegado le adelanta los planes para una guerra que sabe cada vez más cerca. El General emite una circular a los jefes principales de la última contienda alertándolos para que estén listos. Después del viaje, Martí deja una de las descripciones más bellas de la vida de Gómez en aquellos años.
“Le caían años sobre el rostro al viejo General: hablaba como después de muerto, como dice él que quiere hablar: tenía las piernas apretadas en cruz, y el cuerpo encogido, como quien se repliega antes de acometer: las manos, las tuvo quietas: una llama, clara e intensa, le brillaba en los ojos (…) En colores, ama lo azul. De la vida, cree en lo maravilloso. Nada se muere, por lo que «hay que andar derecho en este mundo». En el trabajo «ha encontrado su único consuelo»”.
Todo está casi listo cuando en enero de 1895 una delación frustra el Plan de la Fernandina, la cumbre de todos los esfuerzos por llevar tres expediciones fuertes a la Isla y hacer estallar la Revolución. Es necesario reinventarse sobre la marcha. El 7 de febrero otra vez Martí está en República Dominicana. La guerra ya no puede esperar y el 24 de ese mes estalla en Cuba. Enseguida Gómez le escribe a Maceo conminándolo a ir para la Patria.
“No nos queda otro camino que salir por donde se pueda y como quiera” —le dice Máximo a su viejo amigo—. “Resuelto Ud., resuelto yo y resueltos todos los iniciados, todo cuanto queramos decirnos sería inútil y tardío en estos momentos de pura acción”. El 25 de marzo Martí y Gómez firman en Montecristi un manifiesto que demuestra la unidad entre ambas generaciones de revolucionarios. Es un documento capital para comprender qué es la Guerra Necesaria. Luego todo es movimiento y organización.
Pactan pagar 3 mil pesos para salir en un barco hacia Cuba, pero cuando ya todo está arreglado los marinos se arrepienten y deben buscar una nueva tripulación. Aparece una, pero el capitán no los lleva a menos que le compren su embarcación. No se puede perder tiempo. Acceden y el primer día de abril de 1895 están en el mar. Junto a Martí y Gómez también viajan los generales Francisco Borrero y Ángel Guerra, el coronel Marcos del Rosario y el capitán César Salas.
Monumento a Máximo Gómez y José Martí en Playitas de Cajobabo. Foto: Ladyrene Pérez/Cubadebate.
En la isla de Inagua tienen otro problema y la tripulación los abandona. El 5 de abril por fin logran moverse y toman pasaje en un barco alemán. Tras una breve pausa en Cabo Haitiano, otra vez regresan a Inagua. Compran un bote por cien pesos. Es el mismo con el que se echarán al mar en la noche del 11 de abril.
“La noche es tenebrosa, el mar se siente agitado, la obscuridad es tal que el mar parece un negro manto funerario donde nos debemos envolver para siempre. Ni una estrella alumbra el firmamento. El chubasco se afirma. El vapor se detiene un momento y rápidamente se descuelga un bote, se carga de armas y pertrechos y caen dentro de él seis hombres; que cualquiera diría que eran seis locos”.
Ninguno de los seis es marinero y todos reman mal. Gómez toma el timón y al momento se zafa y lo pierde. No tienen rumbo ni divisan la tierra. Llueve y apenas pueden ver lo que tienen delante. En su diario de campaña, Martí retoma la narración en el punto donde la ha dejado Gómez.
“Llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal. Ideas diversas y revueltas en el bote. Más chubasco. El timón se pierde. Fijamos rumbo. Llevo el remo de proa. Salas rema seguido. Paquito Borrero y el General ayudan de pepa. Nos ceñimos los revólvers. Rumbo al abra. La luna asoma, roja, bajo una nube. Arribamos a una playa de piedras, La Playita, (al pié de Cajobabo) Me quedo en el bote el último vaciándolo. Salto. Dicha grande”.
Luego de 17 años otra vez Máximo Gómez tiene sus pies en Cuba. Han sido casi dos décadas de penurias y sacrificios para entregarle a una nación lo mejor de sí. En la manigua y en la emigración ha visto morir a cuatro de sus hijos, y enfermar a Manana. Aun le falta por sufrir la pérdida de su Panchito Gómez Toro, del propio Martí y de Maceo.
Sobrevivirá al fin de la guerra y será un ilustre veterano, pero los años vividos en la emigración, la fidelidad a la causa, significan las claves para entender una vida de consagración y heroísmos. Y finalmente, ese salto desde el bote hasta la Playita de Cajobabo, esa dicha grande que Martí ha dejado para la historia, es el primer paso dentro de una contienda de la cual el viejo Gómez saldrá, por merecimiento y por virtud, como el Generalísimo.